Claude Monet - 1877
“La estación Saint-Lazare”
Óleo sobre lienzo, 75 x 104 cm,
Museo d’Orsay, París
Hoy la vemos como una preciosa postal de la vida cotidiana del París de fines del siglo XIX, sin embargo, cuando Monet pintó su famosa serie de la Gare Saint-Lazare, lo que estaba haciendo era representar arquitectura contemporánea y tecnología punta. Más o menos lo mismo que si vamos ahora a una estación modernísima de trenes de alta velocidad y hacemos una foto.
Evidentemente, para la mayoría de los espectadores de ese momento, las estaciones y los trenes carecían del más mínimo interés artístico. Es más, estos cuadros se consideraban muchas veces como una provocación. El hecho de plasmar un motivo determinado en un lienzo y luego exponerlo al público, eleva, en cierto modo, la categoría del elemento representado, obligando a los espectadores a contemplarlo como una obra de arte. Aunque muchos críticos y espectadores protestasen airados diciendo la famosa frase de “esto no es arte”, lo cierto es que el artista les había obligado, aunque fuese solo durante unos instantes, a considerarlo como tal, a emitir un juicio de valor partiendo de esa premisa.
La técnica suelta de los impresionistas también levantaba ampollas. A ojos de un espectador de la época, acostumbrado a la pintura academicista que triunfaba en el Salón de París, estos lienzos no eran más que bocetos, de ningún modo podían considerarse como obras terminadas.
El objetivo de Monet era representar la luz, el efecto cambiante de la atmósfera, y para eso había que pintar rápido, con una técnica novedosa que, más que mostrar formas concretas, las sugiriese. El vapor de los trenes desdibuja toda la escena, apenas nos deja ver las locomotoras, las vías, la cubierta de hierro y vidrio de la estación, los edificios tan parisinos del fondo y a los pasajeros que esperan en los andenes. Cuesta distinguir el moderno Pont de l’Europe, protagonista de muchos otros cuadros de la época, que cruza el lienzo en horizontal, de un lado a otro. El contraste entre el exterior luminoso, con ese cielo tan azul, y el interior más oscuro de la estación incluso molesta en los ojos, como si nos deslumbrase mirar hacia afuera.
Una obra magnífica, pero que conviene situar en su contexto histórico para poder extraer una importante lección de ella. Los impresionistas nos demuestran que la belleza puede estar escondida en cualquier espacio y lugar, que podemos disfrutar estéticamente de las calles que nos rodean y de los detalles más insignificantes de nuestro entorno. Nos enseñan a mirar el mundo cotidiano con ojos de artista.
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