EL RETRATO. RENÉ MAGRITTE

Nuestro amigo René Magritte nos coloca hoy ante una mesa para que nos comamos, si es que somos capaces, esta apetitosa loncha de jamón que nos está mirando. La composición de la obra es puro minimalismo, pero está tan pintada de forma tan realista que no tenemos más remedio que involucrarnos. La perspectiva está perfectamente calculada para hacernos sentir que estamos sentados frente a la mesa. El ojo que nos observa desde el centro del plato es totalmente neutro, no tiene expresión alguna, pero aún así resulta implacable. Por el mero hecho de estar ahí colocado, tan fuera de contexto, todos los objetos que están sobre la mesa, utensilios habituales e inocentes de nuestro día a día, cambian radicalmente de significado: el cuchillo y el tenedor se transforman en armas de destrucción masiva, el plato en una mesa de operaciones, y el vino en esa pequeña anestesia que vamos a necesitar para hacer de tripas corazón y enfrentarnos a la ardua tarea de exterminar al pobre jamón sin remordimientos.

Somos conscientes de que es una imagen imposible, pero no podemos pasarla por alto. El puñetero de Magritte nos hace enfrentarnos a un dilema moral: comernos el jamón o no comérnoslo. Ser o no ser. Una elección absurda, puesto que sabemos que el jamón y el ojo no existen en realidad, que están solo ahí pintados. Puro delirio surrealista.

¿Y por qué se titula “El retrato”? Porque en esta disyuntiva disparatada, en esta decisión incómoda que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia conciencia, el cuadro se convierte en un espejo que lo único que hace es mostrarnos nuestro propio reflejo.

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